La noche había caído sobre Roster como un manto espeso, arrastrando consigo un silencio capaz de sellar mis labios. Afuera, todo parecía en calma… pero dentro de mí, un torbellino crecía con cada respiración.
El relicario que descansaba sobre mi pecho se sentía tan pesado como la corona que aún no sabía si merecía… "¿Realmente estaba hecho para esto?"
Volví a mirar la fotografía familiar. Otra vez. ¿La quinta? ¿La sexta? Ya no llevaba la cuenta. Solo sabía una cosa: cada vez que mis ojos se encontraban con los suyos, una chispa se encendía en mi interior… y, por un instante, el miedo dejaba de latir en mi pecho.
Los pasillos del palacio seguían siendo los mismos. Pero yo… ya no era aquel niño.
Caminé como un fantasma que aún busca sentido a su larga soledad. Con cada paso, los recuerdos se deslizaban por mi mente: risas apagadas, promesas rotas, miradas que alguna vez me dijeron que todo estaría bien.
¿Cuándo fue que todo cambió?
Tal vez… aún no esté listo para contar esa parte.
Desde la entrada del palacio, las luces de la capital se alzaban como constelaciones sobre el cielo. Era una vista hermosa, casi mágica… si uno no supiera lo que ocultaba esa belleza.
El momento había llegado. Y si todo salía bien, le debería más que un simple favor a Ester. Fue gracias a ella que encontré una salida… una que no exigía más sacrificios. Al menos, no por ahora.
—Mi señor, he reunido a sus caballeros más leales. Ellos lo protegerán.
Su voz era firme y serena. Como si no existiera en ella el más mínimo fracaso.
Yo… envidiaba eso. ¿Cómo podía hablar con tanta convicción, cuando yo apenas podía sostener mis propios pensamientos?
Le sonreí. No porque estuviera bien… sino porque necesitaba que ella lo creyera. Pero por dentro, una pregunta ardía sin cesar:
"¿Puedo confiar en ellos?"
La guardia real. Aquellos que alguna vez juraron lealtad a mis hermanas. ¿Podrían jurarla también a mí… o solo veían una sombra del pasado que se resiste a desaparecer?
Esa duda rugía en mi pecho como un león acorralado. Y sin notarlo, ya estaba apretando los dientes.
Mis ancestros dividieron el poder militar en cinco rangos. Lo hizo porque el caos… solo puede mantenerse a raya si le pones nombre y límites.
En la base estaban los escuderos. Jóvenes con espadas demasiado grandes para sus manos, pero con sueños aún más grandes, que los hacían caminar erguidos. Entrenaban con la mirada clavada en el futuro.
En mi reino, nadie era discriminado. Si tenías el talento y el ímpetu, podías llegar hasta la cima.
Luego venían los caballeros. Guerreros formidables y resistentes; el tipo de hombres que podías poner frente a una emboscada, y seguirían luchando hasta el final. Eran carne y acero al servicio de la corona.
En tercer lugar, los caballeros de élite. A ellos sí los vi en acción… y nunca lo olvidé. Su destreza era tan precisa que, a veces, parecía antinatural. Uno solo podía valer por treinta caballeros. No lo digo como metáfora.
Ellos eran las lanzas que abrían paso.
El escudo que sostenía las murallas cuando todo tambaleaba.
En cuarto lugar, la Guardia Real.
La primera vez que los vi en el campo de entrenamiento… pensé que estaba soñando.
Uno de ellos cortó una bala en el aire.
No la esquivó, ni la desvió. La cortó. Como si el tiempo se hubiera quebrado solo para que su espada hiciera lo imposible.
Algunos dicen que la sangre de los antiguos guerreros fluye en sus venas.
Que sus sentidos están más allá de lo humano.
Y por encima de todos ellos… El caballero ejecutor.
No tengo palabras suficientes.
No supe nunca su nombre. Nunca le vi el rostro.
Solo cruzamos palabras una vez.
Apareció cubierto con una capa oscura, como si fuera una sombra viviente. Y se arrodilló ante mí.
—Mi espada está a su servicio, hasta el último latido.
Mis manos temblaban.
No por miedo…
Sino por lo que representaba.
En esa figura… había algo que me recordaba a ti.
—Nunca más vuelvas a mostrarte ante mí —dije.
Y con esas palabras, lo alejé.
No al ejecutor.
A ti, Aurora.
A la última parte de ti que creí que aún me quedaba.
Aurora… tú querías ese poder.
Soñaste con alcanzar la cima. Con proteger el reino desde lo más alto.
Y verlo ahí, ante mí, tan real…
Fue como verte morir otra vez.
Fui cruel. Lo sé. No tenía edad suficiente para entender. No tenía el alma entera como para aceptar lo que había perdido.
Han pasado dos años desde entonces. Ya no soy ese niño. He aprendido. He soportado más de lo que creí posible.
Pero aún no sé si el ejecutor volverá.
Y si no lo hace…
No sé si tendré la fuerza suficiente para proteger este reino de lo que se avecina.
—Gracias, Ester… no sé cómo compensarte.
Mi voz salió más baja de lo que esperaba, como si temiera que, si hablaba demasiado fuerte, la calma que ella me daba se rompiera.
—Nada me hace más feliz que servirle. Mi único deseo es estar a su lado.
Esa sonrisa… nunca supe cómo hacía para que pareciera tan sencilla y, al mismo tiempo, tan real. Ester nunca se preocupó por verse hermosa… pero lo era. Tenía veinte años, y su temple hablaba de alguien que había madurado al amparo de mi sombra, como una flor que aprendió a crecer en la grieta de un muro.
Yo fui ese niño al que solía seguir a todos lados. Ella era mi sombra… una que temía desvanecerse si me alejaba demasiado.
Su cabello castaño, recogido en una coleta alta, caía como una línea de disciplina escrita sobre su espalda. Sus ojos azules… los conocía bien. Callaban más de lo que revelaban, pero observaban todo.
Vestía su uniforme de mensajera real: chaqueta entallada, botones dorados, blusa blanca de seda, falda recta que no obstaculizaba el movimiento. En la cintura, su inseparable cartera de mensajes… todo en ella decía: "estoy lista."
Al ingresar a la limusina, el vehículo olía a cuero… y a silencio. Al cerrar la puerta, solo quedamos ella y yo. Afuera, las escoltas cabalgaban en formación, como si el mundo siguiera girando… lejos de nosotros.
—Usualmente solo te doy obsequios en tus cumpleaños —le dije—. Pero esta vez… solo quiero que lo aceptes. No como rey, sino como alguien que… te aprecia.
Ester desvió la mirada. No por orgullo, sino por algo más humano. Como si luchara con una emoción que no quería nombrar.
—Mi señor… no debió molestarse. Al fin y al cabo, solo soy una mensajera…
—A veces —le dije, casi sin voz—, desearía que volvieras a ser esa niña que me seguía a todas partes.
Ella no respondió. No hacía falta. Porque, aunque todos digan lo contrario, yo siempre… siempre creeré en ella.
Al abrir la caja, una estrella de plata la miró desde el interior.
Cuando la tocó, el frío del metal le arrancó un leve estremecimiento.
No por el frío…
Sino por todo lo que significaba.
En ese instante, no éramos un rey y su mensajera. Solo éramos… nosotros. Los mismos niños que solían reír sin miedo al futuro.
El 29 de septiembre del año 1920 finalmente había llegado.
Al abrirse la puerta de la limusina, los reporteros rodearon la alfombra roja, con libretas en mano y cámaras listas. Cada flash iluminaba la noche como un relámpago contenido en vidrio.
Los cuatro caballeros reales que me escoltaban formaron una línea impenetrable. Sus capas ondeaban con solemnidad, y la sola presencia de sus armaduras relucientes bastaba para mantenerles a raya.
Mientras Ester y yo avanzábamos, el murmullo de la multitud crecía, reflejando la alegría de mi gente. La noche prometía ser un torbellino de emociones, y yo me aferraba a cada segundo, esperando que todo saliera bien.
Justo cuando estábamos por cruzar el umbral del evento, la voz de Ester me detuvo:
—Mi señor, tal como le prometí… he reunido al comandante de la Guardia Real.
Entonces los vi.
A la luz de la luna, sus armaduras pulidas brillaban como espejos de acero, grabadas con el emblema del león: símbolo eterno de mi linaje.
Avanzaron al unísono, con una disciplina impecable. Cada paso firme hacía temblar el suelo, y el eco metálico de su marcha imponía silencio a su alrededor. Sus capas, largas y ondulantes, caían como estandartes vivos, testigos de honores forjados con sudor, lealtad y sangre.
Sus rostros estaban ocultos tras yelmos sofisticados, pero podía sentir la intensidad de su mirada. Vigilancia. Lealtad. Firmeza. Tallado en cada gesto. En cada silencio.
—Mi señor, no dude más. Sus leales espadas están aquí para jurarle lealtad —dijo Ester, con la firmeza de quien no conoce el fracaso.
—Yo, Sir Roland Blackthorn, comandante de la Guarida Real, en presencia de mis compañeros y bajo la mirada de la luna, juro solemnemente mi lealtad y devoción a Ethan Winter. Prometo defender y proteger a mi rey con valentía, integridad y fidelidad. No me dejaré influenciar por intereses personales, ni abandonaré mi deber, sin importar las pruebas que se presenten.
Mi lealtad es mi fuerza. Y mi honor, mi guía.
Uno a uno, los subcapitanes siguieron el ejemplo de Sir Roland, arrodillándose en señal de compromiso. Los flashes de las cámaras estallaron, inmortalizando el juramento. El silencio que siguió al último juramento fue tan profundo que casi podía escuchar mi propia respiración. Era como si el reino entero contuviera el aliento… esperando lo que vendría después.
Al acercarme a Ester, la abracé con fuerza; aunque el gesto la sorprendió, lo sostuvo con dulzura. En medio del bullicio, ella seguía siendo mi única luz.
Al alcanzar la entrada del Salón de los Fundadores, los invitados de todos los rincones del reino me esperaban ansiosos.
Con paso disciplinado y alerta, mis guardianes formaron un círculo a mi alrededor, reafirmando mi posición.
La atmósfera era una sinfonía de elegancia: la música suave flotaba en el aire, entrelazándose con el delicado perfume de las flores que decoraban el recinto. Candelabros dorados derramaban su luz cálida sobre las joyas, los trajes formales, las copas de cristal.
Con cada paso, todas las miradas recaían sobre mí. Mi linaje hablaba por sí mismo.
Ya no eran necesarias las presentaciones.
A medida que me adentraba en el juego de la diplomacia, buscaba establecer vínculos con los patriarcas de las familias menores. Pero entre palabra y palabra… casi olvido reunirme con Nadia.
Al despedirme de ellos, la busqué entre la multitud que intentaba robarme mi tiempo. Ser el rey sin una reina era una oportunidad de oro, y todos sabían aprovecharla. Aún tengo trece años… y no he pensado en formar una familia. No después de sentirme destrozado.
Mi presencia era tan llamativa que era cuestión de tiempo para encontrarme con ella. Cuando apareció sin anuncio, sin protocolo, noté algo en mis guardias. Molestia. No hubo saludo real. Ningún gesto formal. Solo pasos directos hacia mí.
Su presencia fue como una luz en medio de la penumbra. Su sonrisa, un bálsamo para mi corazón inquieto. El contacto de su mano me recordó los años de amistad.
El vestido blanco que llevaba no solo resaltaba su belleza, sino que parecía confirmar que, incluso en tiempos inciertos, el mundo aún podía ofrecer momentos mágicos.
Sentí la seda de su vestido rozar mi piel. Una caricia accidental que me hizo dudar, por un segundo, de mis propias palabras. Le extendí la mano temblorosa y besé la suya.
—Estás deslumbrante esta noche —dije, intentando esconder la culpa que me carcomía, aunque había sido yo quien la invitó.
—Gracias… Tú también luces increíblemente guapo —respondió ella, con una sonrisa tímida.
A mi lado, Nadia se movía entre los invitados con una gracia natural, aceptando elogios con una modestia encantadora que, por un momento, me hizo creer que esta noche podía ser… perfecta. Sin embargo, algo dentro de mí se resistía a descansar.