El silencio que siguió al corte de la transmisión era una lápida invisible, pesada y opresiva, como si la misma tierra contuviera el aliento. Arkadi se separó de la pared con movimientos lentos, casi antinaturales. Su rostro, lívido bajo la pálida luz de la linterna, se había transformado en una máscara de terror puro. Gotas de sudor helado corrían por sus sienes, resbalando entre la sangre seca que aún manchaba su mandíbula. Sus manos, temblorosas, parecían no responderle del todo.
Pese al ardor agudo en su costado —la herida aún latía con cada pulsación—, se arrastró como un espectro hacia el pedestal vacío. La esfera de cristal descansaba en las manos de Amber Lee, irradiando una luz enfermiza que palpitaba como un corazón vivo, y la energía residual del lugar vibraba como una herida abierta… como si algo antiguo, algo que jamás debió despertar, lo estuviera llamando por su nombre.
—Arkadi, ¿qué estás haciendo? —preguntó Aiko con voz quebrada. Estaba al borde del agotamiento, la garganta rasgada por el polvo y la sangre seca. Su tono oscilaba entre la alarma y la ira contenida.
Pero él no respondió.
Extendió una mano vacilante, sus dedos aún cubiertos de la sangre coagulada de los guardianes, y rozó con delicadeza casi reverente la superficie ennegrecida del pedestal. El calor abrasador que emanaba de la piedra no lo detuvo.
Y entonces… su mente implosionó.
El mundo desapareció, tragado por un torrente salvaje de visiones. Una ráfaga de imágenes lo arrastró como una corriente de lava hirviente, destruyendo cada rincón de su cordura a su paso. No eran simples recuerdos del pasado ni sueños del presente. Eran destellos de un porvenir tan cruel y devastador que lo hizo gritar por dentro.
Campos de batalla devorados por un océano de sangre pútrida, colinas cubiertas de cuerpos mutilados que aún temblaban en la agonía final. Tripas colgando como serpientes de torsos desgarrados. Se vio a sí mismo, envejecido, con la piel marcada por heridas imposibles de contar, liderando a un puñado de soldados convertidos en animales. Ojos vacíos. Hambre. Muerte.
La Guerra de los Rebeldes.
El fin de la civilización tal como la conocía. No había esperanza. Solo matanza sistemática y fuego.
Luego… silencio. Pero no uno pacífico, sino el de un abismo que no conoce fondo. Un vacío cósmico, pulsante, donde una entidad titánica flotaba sin rostro, pero con ojos... miles de ojos que eran fosas negras, vacías, putrefactas. Y desde esos pozos salía el odio. Un odio primitivo. Intacto. Insaciable.
El terror absoluto se agarró a su alma como un parásito.
Entonces aparecieron los fragmentos de una esperanza quebrada. Una mujer. Su belleza era inquietante, de esas que no necesitan adornos ni luz para imponerse. Era la clase de rostro que podía calmar tormentas o encenderlas. Pero más allá de sus rasgos perfectos, estaba su mirada: indomable, feroz, como si hubiese nacido en el corazón de una guerra eterna. La vio luchar a su lado, ambos moviéndose como si compartieran un alma rota, una coreografía letal escrita con sangre. Luego… niños. Pequeños, vulnerables, pero con ojos que ardían como brasas. Portaban algo... divino. No eran simples descendientes; eran herederos de una maldición y de una bendición. Hijos concebidos en el filo de la desesperación, cargando en su carne la chispa de antiguos dioses. Pero incluso en sus risas, incluso en su inocencia, había una grieta. Como si cada uno de ellos ya supiera, en lo más profundo, que estaban destinados a morir jóvenes.
Y por último, la visión más infernal.
El cielo desgarrado, en llamas. Rayos en forma de lanzas descendiendo como castigo celestial. Dos criaturas colosales —dragones, si es que esa palabra aún les hacía justicia—, chocaban con una violencia que deformaba la realidad. Uno de ellos caía, reventado en pedazos, su jinete gritando con un rugido que quebraba montañas. El otro, con el cuerpo deshecho y las alas arrancadas, se erguía sobre un mundo hecho ceniza. No quedaba nada. Solo silencio. Un silencio preñado de muerte.
La Guerra del Castigo Divino.
Y luego, trescientos años de "paz". Una mentira tallada con los huesos de millones.
Arkadi retrocedió con un alarido sin voz, arrancando la mano del pedestal como si acabara de tocar lava viva. Cayó de espaldas, sus ojos dilatados, la respiración entrecortada, empapado en un sudor frío que lo hacía temblar como un niño en fiebre. Se golpeó contra la pared y se dejó caer, sin fuerza, hasta quedar en el suelo, jadeando como un animal recién parido por el infierno.
Aiko se arrodilló a su lado, pálida, la katana aún en su mano, pero sin fuerza para alzarla. —¡Arkadi! ¿Qué pasó? ¡Respóndeme!
Volkhov, sangrando todavía por el muslo, se irguió con dificultad. Su mano ya estaba en la empuñadura de su cuchillo. Había aprendido a temer a lo que Arkadi veía, y su reacción ahora le parecía... inhumana.
Amber Lee, sin decir palabra, observaba todo con la frialdad de una científica en medio de una vivisección. La esfera aún brillaba en sus manos, y su luz se reflejaba en su rostro salpicado por la sangre. Sus ojos, sin embargo, no temblaban. Calculaban.
Arkadi logró articular palabras. Cada sílaba parecía desgarrarle la garganta.
—Yo… vi el futuro… —tragó saliva, pero fue como tragar vidrio—. Es una… puta mierda.
Las palabras, tan simples y viscerales, colapsaron la tensión acumulada como una lápida arrojada desde lo alto. El silencio que siguió fue aún más abrumador que las visiones mismas. No hubo bromas, ni réplicas. Nadie podía cuestionar el horror en los ojos del mago.
La cámara estaba llena de polvo, piedra, sangre… pero lo más pesado era la certeza. Lo que habían vivido era apenas un susurro frente al grito que se avecinaba. La carnicería que Arkadi había vislumbrado no era un "posible futuro". Era un camino ya tallado, y ellos apenas estaban dando los primeros pasos.
Y en lo más profundo de sus corazones, ninguno de ellos —ni Aiko, ni Volkhov, ni siquiera Amber— podía asegurar que Ryuusei no fuese una pieza de ese juego. O tal vez, lo que es peor… la mano que mueve el tablero.