Cherreads

Chapter 14 - "The Prelude of Calm"

No es la mera existencia la que forja el destino, sino el espíritu con el que desafiamos al tiempo.

— Inspirado en Sócrates —

El camino que abandonó Reinlgeick no era recto, sino sinuoso, cubierto de raíces retorcidas que emergían como venas de la tierra. Cada uno le recordaba las grietas de su propia alma. Eohedon caminaba, pero Reinlgeick bailaba a su sombra, sus calles se adherían a su piel como tatuajes de un pasado del que no podía desprenderse. ¿Se puede realmente abandonar un lugar cuando su esencia se ha convertido en el aire que se respira?

El cielo, una vez gris plomizo, se desgarraba en jirones de luz pálida. Entre las nubes, el sol luchaba por brillar, al igual que su esperanza luchaba por emerger de la niebla de sus dudas.

—¿Soy yo el que avanza, o solo un eco de Reinlgeick? —susurró al viento, mientras una bandada de cuervos cruzaba el horizonte, sus graznidos rasgaban el silencio como advertencias tácitas. —¿Qué queda del hombre que tembló ante su madre, el que huyó de Catalina? ¿O es que todos murieron en tus calles?

En su mente, dos voces:

La primera, clara como el filo de una espada: "Avanza. No mires atrás". El segundo, susurrante y astuto: "¿Y si el remedio es peor que la herida? ¿Y si tu 'libertad' es otra cadena?"

Un río se cruzó en su camino. Sus aguas tranquilas ocultaban remolinos que arrastraban las hojas hacia el abismo. Eohedon se detuvo, viendo en ellos su propia lucha:

—"¿Soy yo la corriente que fluye... ¿O la hoja que se ahoga? —murmuró, mientras una flor marchita flotaba hacia él, atrapada en un remolino. Lo recogió y, con el toque de sus dedos, los pétalos se desintegraron. Solo quedaba una semilla negra, dura como el hierro.

—No es el destino el que nos lleva, sino nosotros los que lo llevamos —murmuró, colocando la semilla en su bolsa, sin darse cuenta de que sería la clave de un futuro que ni siquiera el oráculo de la Magística podría haber predicho.

El camino se abría a un vasto páramo, donde el viento esculpía figuras efímeras en la arena. Una silueta apareció a lo lejos, demasiado estática para ser humana. Eohedon sintió que el aire se volvía pesado, pero siguió adelante. Al acercarse, la figura desapareció, dejando solo un símbolo grabado en una roca: un círculo dividido por una grieta. El mismo que Reinlgeick usaba en sus estandartes.

—"No puedes escapar de mí" — el viento aullaba con la voz de mil susurros. — "Llevas mi marca en tu sangre".

Eohedon agarró la semilla en su bolsa, sintiendo su peso como un latido adicional del corazón.

—"No soy tu esclavo" —respondió, no al viento, sino a la sombra que crecía en su pecho. — "Yo soy el fuego que convierte tus cadenas en cenizas."

Y así, Eohedon siguió adelante. El horizonte ya no era un lienzo en blanco, sino un antiguo pergamino, manchado por las cicatrices de los que vinieron antes. Cada paso era un verso escrito con tinta indeleble, cada respiración, un ritmo en la sinfonía inacabada de su existencia.

En el crepúsculo, cuando las estrellas comenzaron a perforar el oscuro manto del cielo, una figura encapuchada emergió de la nada. No hablaba, pero en sus manos sostenía un espejo roto. Eohedon miró su reflejo y vio no uno, sino tres rostros superpuestos.

La figura tiró el espejo al suelo. A medida que se rompía, los fragmentos se transformaban en mariposas de alas negras, volando hacia el cielo como cometas malditos.

—¿Quién eres? — preguntó Eohdon, pero la figura ya se había desvanecido.

En su lugar, solo quedaban palabras ilegibles en la arena.

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