Perspectiva de Lucius.
No podía creer que Isolde hubiera preferido pasar tiempo con Alicia antes que conmigo.
Una decisión simple, irrelevante en apariencia, pero que me dejó con un nudo extraño en el pecho. No recordaba haberme sentido así antes —aunque tampoco podía asegurarlo con certeza. La memoria es traicionera, sobre todo cuando se trata de emociones.
Esto… esto era nuevo. Molestia, sí, pero teñida de una tristeza muda, como la humedad que se filtra por las grietas del techo. Quería llorar, pero también gritar. Ni siquiera habíamos discutido con fuerza. No hubo palabras crueles ni gritos; sin embargo, sentía que mi pequeño mundo... tambaleaba.
¿Qué es esto?
—¿De verdad estás bien? —preguntó Reginald, sin levantar la vista del pedazo de metal al que le ajustaba un tornillo con meticulosa calma.
—¿Eh? Oh, sí —respondí, como si me acabara de despertar de un sueño.
—Pareces bastante distraído.
—Estoy normal.
—O sea… sí, pareces normal, pero igual se nota cuando algo no encaja. ¿Pasó algo?
Reginald me observaba, sin dejar de trabajar. Había algo incómodo en su atención: no era invasiva, pero sí demasiado precisa. Probablemente, tras estos días compartidos, ya había notado la cercanía inusual entre Isolde y yo. No solo física, sino emocional. Era demasiado listo.
—Isolde y yo discutimos —dije, dejando que un puchero se asomara sin permiso. Técnicamente, todavía era un niño. Se me podía permitir esa debilidad, ¿no?
—Así que es por eso… ¿Y qué pasó exactamente? Nunca los he visto pelear.
Tenía razón. En estos ocho años junto a Isolde, jamás habíamos tenido una pelea real. Era extraño. Se supone que los hermanos pelean, ¿no? Esa era la imagen que me había formado en mi vida pasada.
Mis primos discutían a diario, mis tíos lo hacían con puños y gritos. Ebrios o sobrios, siempre encontraban algo por lo que gritarse. Dinero, orgullo, tonterías. Crecí pensando que esa era la naturaleza de los lazos familiares. Quizá eso deformó mi visión de lo que significa tener una hermana.
Suspiré. Y le conté todo a Reginald.
Él se rió.
—¿¡De verdad discutieron por algo tan estúpido!?
No le vi la gracia. Apreté la mandíbula y dejé caer la cabeza sobre la mesa, sin poder esconder mi molestia. Para mí no tenía nada de gracioso. Solo quería entender qué me pasaba. Por qué me dolía que Isolde se negara a acompañarme a estudiar, como siempre lo hacía.
—Sabes que van a pelear muchas más veces de las que esperan, ¿verdad? —dijo Reginald, aún ocupado con su pieza de metal.
—Lo sé. Pero me siento mal por haberme ido sin ella.
—Jajaja. Bien. ¿Y por qué no hablas con ella? Estoy completamente seguro de que ella también se siente mal.
—No lo sé… ¿y si está enojada? ¿Y si ya no quiere hablarme?
Me sentía como un niño pequeño. No en el sentido físico, sino emocional. Débil. Estúpido. Miedoso. Como si una sola palabra más pudiera hacerme pedazos.
—Oye, no pienses de esa manera —interrumpió Reginald, sin levantar la mirada de su tarea—. Es tu hermana, ¿recuerdas? Y no he notado que esté molesta contigo. Tampoco parece que hayas hecho algo que justifique un enfado.
Suspiré. Un suspiro sin forma, vacío. El tipo que no busca alivio, solo espacio.
¿Qué se supone que debó hacer? ¿Y si me manda al demonio? ¿Y si, simplemente, decide quedarse con Alicia y dejarme atrás?
Quería pensar de forma positiva. Debía hacerlo. Pero después de tantos años al lado de Isolde, la línea entre cercanía y dependencia se había vuelto difusa. Sin darme cuenta, ella se convirtió en el ancla que evitaba que me precipitara al vacío.
Nunca había sentido algo así. Era, claramente, un problema. Desde que éramos bebés, habíamos sido casi una unidad. Bastaba alejarnos unos metros para que estalláramos en llanto. Ahora, bastaba con no vernos por unas horas para que el nerviosismo nos devorara desde dentro.
Cuando yo no estaba, ella se ponía tensa. Cuando ella se alejaba, una ansiedad silenciosa comenzaba a reptar por mi espalda.
—¿Sería prudente hablar con ella? —pregunté, sabiendo de antemano la respuesta.
—No se trata de si es prudente —replicó Reginald—. Es necesario. Si lo dejas pasar, puede que luego se vuelva incómodo hablar entre ustedes. Y eso no lo quieres… ¿verdad?
Una manera bastante efectiva de infundir miedo: proyectar el deterioro de una relación importante.
Pero tenía razón. No quería que lo nuestro se convirtiera en un campo minado de silencios y suposiciones. Incluso si la discusión había sido trivial —y lo era, objetivamente—, no valía la pena arriesgar nuestra relación por orgullo o temor.
Además, yo siempre había sido el que la seguía.
—Bien. Me iré a disculpar.
Reginald sonrió, como si ya lo hubiera anticipado.
—Perfecto. Entonces ve. Yo estaré aquí, por si vuelven.
Asentí con la cabeza. Me dirigí a la puerta, sin mirar atrás. Y simplemente… me fui.