Los pasos de Li Kunhai eran firmes, seguros, como si cada pisada supiera exactamente hacia dónde dirigirse. El sudor resbalaba por su frente, fina y elegante, mientras su cabello largo ondeaba con el ritmo del viento.
Vestía una túnica sencilla, desgastada por el tiempo y las adversidades, del tipo que solían usar los antiguos cultivadores de las tierras del este. El abandono le había robado su color original, pero él no parecía preocuparse por su estado. Su atención estaba clavada en algo más: una sensación extraña que lo llamaba desde las profundidades del bosque.
A su alrededor, las bestias gruñían en la distancia, pisadas pesadas resonaban entre los árboles y alas batían entre las ramas altas. Sin embargo, ninguno de esos sonidos lograba distraerlo. Su mirada permanecía fija, atraída por aquel llamado silencioso que lo guiaba con insistencia. El camino se abría ante él sin obstáculos, como si las criaturas del bosque y el propio destino se apartaran para darle paso.
Tras un tiempo indeterminado, el paisaje cambió. Entre la espesura, oculto tras un manto de follaje, apareció un lago. El aire a su alrededor se volvió denso, pesado. Las copas de los árboles se curvaban hacia el centro del claro, y las raíces se entrelazaban como guardianes de un secreto ancestral. Todo allí parecía suspendido en un silencio eterno, como si el tiempo mismo hubiera dejado de fluir.
Kunhai se acercó con cautela. Su respiración permanecía serena, pero algo en sus movimientos delataba precaución. Sabía que apresurarse podía tener consecuencias graves. Al llegar a la orilla, se arrodilló y extendió su mano derecha hacia la superficie del agua. En el instante en que sus dedos rozaron el líquido, su visión se oscureció.
El mundo se desvaneció. La realidad se quebró. El bosque, el cielo, los árboles… todo se disolvió como arena entre los dedos. Era como si su alma hubiera sido arrancada de su cuerpo y arrojada a una dimensión desconocida.
¿Dónde estoy? ¿Qué está pasando? No siento mi cuerpo…
Las preguntas brotaban en su mente, pero ninguna encontraba respuesta. Su conciencia flotaba a la deriva, perdida en la nada.
Mi cuerpo se movía solo, como si algo dentro de mí hubiera decidido el camino antes de que yo pudiera reaccionar.
Mientras sus pensamientos se dispersaban, el vacío a su alrededor terminó de transformarse. Cuando recuperó la percepción, se encontró en un espacio infinitamente blanco. No había paredes, ni suelo, ni horizonte. Solo un vacío sin tiempo ni dirección.
Creía estar flotando, aunque no podía asegurarlo. No sentía gravedad, ni peso, ni siquiera la certeza de tener un cuerpo. Todo su ser existía suspendido en la nada.
Entonces, frente a él, surgió una presencia colosal.
Un ojo astronómico emergió en el aire, suspendido en la infinitud. Kinhai no supo cómo, pero comprendió que estaba a una distancia inconmensurable… y, sin embargo, podía verlo con total claridad. Un escalofrío recorrió su espalda. Aquellas pupilas, profundas e inescrutables, lo observaban.
Maldición… por esto el clan insistía en evitar el bosque de los Suspiros Perdidos. ¿Por qué entré? Debí haberlo pensado mejor. Pero había algo… algo que me llamaba. No podía razonar. ¿Era esto lo que me atrajo? ¿Este ojo…?
Una voz resonó. No llegó a través del aire, ni de ningún sonido. Fue implantada directamente en su mente, como si alguien hubiera hablado desde dentro de su propia conciencia.
—Gracias por venir. Te estaba esperando.
La voz no exigía, pero imponía. No amenazaba, pero su sola presencia doblegaba la voluntad. Cada palabra pesaba como una orden divina, como si el emisor fuera una entidad inalcanzable y él, apenas un espectador insignificante.
—No responderé tus preguntas. Tampoco explicaré por qué fuiste llamado. Solo diré esto: hay algo en ti que aún no despierta. Y hoy recibirás el primer impulso en la dirección correcta.
Antes de que pudiera reaccionar, Kunhai sintió un cambio. Algo en su interior se agitó. No era un dolor físico, sino algo más profundo, como si su alma misma estuviera siendo moldeada. Una presión insoportable brotó desde su pecho, expandiéndose como fuego en sus venas. Quiso gritar, pero no tenía voz.
El proceso duró apenas segundos, pero para él, cada instante se extendió como una eternidad. Cuando terminó, la voz volvió a resonar en su mente, esta vez más débil, como si se desvaneciera en la distancia.
—Camina. Lo demás vendrá por sí solo.
Entonces, el espacio se retorció. La luz estalló en un destello cegador, y la conciencia de Kunhai fue arrojada de vuelta a su cuerpo como una ola que rompe contra las rocas.
Se encontró tendido sobre una piedra, jadeando. El lago había desaparecido. A su alrededor solo había árboles, niebla y tierra húmeda. Su frente estaba empapada en sudor, y un temblor recorría su pecho. El aire era frío, pero en su interior ardía algo nuevo, algo que no había estado allí antes.
Se incorporó con esfuerzo. El mundo a su alrededor se veía más nítido, más vivo. Cada hoja, cada raíz, cada soplo de viento parecía vibrar con una energía que antes no había percibido. Su cuerpo se sentía distinto, más ligero, como si hubiera sido purgado de un peso que ni siquiera sabía que cargaba.
¿Qué es esto que siento…?
**
Li Kunhai se palpó su pecho con dedos temblorosos, sus uñas clavándose levemente en el tejido áspero de su túnica. Cada inhalación quemaba sus pulmones como si hubiera inhalado fuego espiritual, el ritmo cardíaco acelerado resonando en sus oídos como tambores de guerra ancestrales. El Bosque de los Suspiros Perdidos lo rodeaba con su aliento húmedo, cada crujido delas ramas hacian que sus músculos se tensaran como cuerdas de arco.
"¡Maldición!" La maldición escapó de sus labios como un susurro áspero, cargado del amargo sabor del miedo. Kunhai se obligó a respirar hondo, sintiendo cómo el aire frío del bosque limpiaba momentáneamente sus pensamientos. Primero sobrevivir. las filosofias dejemoslas para despues, se ordenó mentalmente, mientras sus ojos escudriñaban la espesura con la intensidad de un halcón.
El recuerdo de aquel Ojo Cósmico le quemaba la mente como un hierro al rojo, pero lo apartó con fuerza. Ahora solo importaba una cosa: que cada paso que diera lo alejara de este maldito lugar. Sus dedos se cerraron inconscientemente alrededor del amuleto de jade que colgaba de su cuello - el único regalo que Li Linhua le había dado al adoptarlo.
Kunhai entrecerró los ojos, intentando discernir cualquier señal que lo guiara. Las estrellas, normalmente sus fieles guías, se ocultaban tras un velo de ramas entrelazadas como dedos esqueléticos. La luna, esa testigo plateada de tantas noches, brillaba con indiferencia desde su trono celestial, sin ofrecer orientación alguna.
¿El camino de regreso? Su mirada buscó vanamente el sendero que recordaba sólo para encontrar maleza impenetrable donde minutos antes había pisado tierra firme. El bosque respiraba a su alrededor, susurrando secretos en una lengua antigua que hacía erizar su piel. Era como si la naturaleza misma conspirara para mantenerlo allí, jugando un juego perverso de escondites cósmicos.
Entonces, entre los intersticios de las hojas ancestrales, lo vio: tenues destellos dorados titilando en la lejanía. No eran las frías luces de las linternas espirituales del clan, sino el cálido resplandor de las lámparas mortales. Esa humilde luminiscencia, que tantas noches había ignorado desde las alturas cultivadoras, ahora se alzaba como faro de su salvación.
Kunhai se agachó tras un arbusto, sus manos temblorosas aferrándose a las rodillas para evitar que le castañetearan los dientes. ¿Por qué todo suena más fuerte ahora? El simple crujido de una rama seca le hizo girar la cabeza como un cervatillo asustado. Nunca había sido particularmente observador - Li Linhua siempre se quejaba de cómo pasaba por alto los platos que ella le dejaba enfriándose en la mesa - pero ahora cada sonido le martillaba los oídos con claridad dolorosa.
Avanzó en cuclillas, imitando torpemente la forma en que había visto moverse a los cazadores de la aldea. Sus pies se enredaron en una raíz oculta y casi cae de bruces, maldiciendo entre dientes al recuperar el equilibrio. "Despacio pero seguro", se musitó, recordando los proverbios que los ancianos repetían. Tres pasos adelante, una pausa para escuchar. Otros cinco pasos, conteniendo la respiración.
Un rugido lo alcanzó como un mazazo entre los omóplatos.
No era el gruñido de los lobos que a veces merodeaban las granjas - esto era un sonido que le hizo sentir el peso de sus propias entrañas. Kunhai se quedó paralizado un instante, sus músculos tironeados entre el instinto de hacerse bola y el de correr. Cuando el segundo rugido sacudió las hojas muertas del suelo, su cuerpo tomó la decisión por él.
Corrió como jamás lo había hecho, con la torpeza desesperada de quien nunca ha tenido que huir de verdad. Sus brazos giraban como aspas de molino descontroladas, sus pies golpeaban el suelo con fuerza desigual. Pero algo era distinto - aunque su técnica era pésima, su resistencia parecía inagotable. El aire ardía en sus pulmones pero no se consumía, como si alguien hubiera quitado un tapón que siempre había limitado su respiración.
¿Desde cuándo puedo...? El pensamiento se perdió cuando una rama baja le azotó la frente, recordándole brutalmente que debía concentrarse en no matarse antes de que lo hicieran las bestias.
**
Kunhai irrumpió desde la espesura del bosque, su túnica rasgada por las garras invisibles de la maleza. Ante él se extendían los campos iluminados por la luna menguante, y más allá, el perfil familiar de la aldea con sus faroles mortales parpadeando como luciérnagas cautivas. Se detuvo, palmeándose el pecho con incredulidad. Ni un jadeo, ni el habitual dolor punzante en los costados que siempre lo acompañaba tras correr. Solo el suave vaivén de su respiración, tan calmada como las aguas del estanque de meditación en noches de verano.
Sus ojos se elevaron hacia el cielo estrellado donde el Dragón Celeste - esa constelación sagrada que los maestros del clan decían guiaba a los elegidos - serpenteaba de horizonte a horizonte. Nunca antes había percibido con tanta claridad las líneas que unían las estrellas, como si alguien hubiera trazado con tinta plateada los caracteres de su destino entre las alturas. Un escalofrío que nada tenía que ver con el frío nocturno le recorrió la espalda cuando comprendió: esa paz que ahora lo inundaba era la quietud del guerrero que ha encontrado su camino, no la del cordero que ignora el matadero.
**
Respiró hondo, intentando calmar el nudo de preocupación en su estómago. Li Linhua no sería fácil de convencer esta vez. La entrada a la aldea lo recibió con su habitual aspecto descuidado: dos pilares de piedra erosionada flanqueando un camino de tierra batida donde los mendigos se agrupaban como sombras hambrientas.
Avanzó por las calles, sintiendo cómo las miradas de los aldeanos se clavaban en su túnica, no en él. Sabían lo que representaba el emblema del Clan Li, incluso si estaba desteñido y rasgado. Un cultivador, por insignificante que fuera, valía más que cien de sus vidas.
A su izquierda, un niño escarbaba en la basura con manos temblorosas. Kunhai se detuvo, recordando su propio pasado. ¿Cuántas veces había visto a Li Linhua dejar comida en los callejones para los más débiles, a escondidas de los demás? Pero ella era una excepción. La regla era clara: los mortales eran sombras en el camino de los cultivadores, obstáculos sin nombre que desaparecían bajo el peso de sus batallas.
Un olor agrio —sudor, enfermedad y desesperación— lo envolvió. "Es la ley del cielo", le habían enseñado. "Los fuertes gobiernan, los débiles perecen." Pero esa "ley" no explicaba por qué, años atrás, dos cultivadores -probablemente de la etapa Mar Ænai- habían reducido a cenizas una aldea entera por una disputa sin importancia. Kunhai cerró los puños. Recordó la cabeza del vencido colgando como trofeo, y la mirada del vencedor, fría como el acero, al pasar sobre los sobrevivientes como si fueran piedras en el camino.
"No somos piedras", pensó, clavando las uñas en sus palmas.
El complejo del Clan Li surgió ante él como un espejismo de orden. Los guardias en la entrada -discípulos del tercer nivel del Orbe Naciente- lo miraron con su habitual desprecio antes de dejarlo pasar. Dentro, el aire olía a hierbas medicinales y disciplina. Cultivadores en perfectas formaciones practicaban técnicas espirituales propias del clan, sus movimientos dibujando patrones de energía en el aire crepuscular.
Nadie notó su regreso. ¿Por qué lo harían? Para ellos seguía siendo el fracasado de dieciséis años que ni siquiera había tocado el primer nivel. El bastardo que solo seguía allí por el capricho de Li Linhua.
Y allí estaba ella.
Bajo el arco de los ciruelos en flor, con su túnica azul noche ondeando levemente, Li Linhua parecía una pintura viviente. Su cabello negro como el azabache caía en ondas perfectas, enmarcando un rostro que el tiempo no se atrevía a marcar. Pero cuando sus ojos -oscuros como el abismo entre las estrellas- se posaron en Kunhai, toda esa gracia se transformó en furia pura.
"¡¿EN DÓNDE DEMONIOS TE HABIAS METIDO, LI KUNHAI?!"
Su voz retumbó con la fuerza de quien había alcanzado el séptimo nivel del Orbe Naciente. Kunhai bajó la cabeza al instante, dejando que su cabello ocultara dos cosas: la palidez de su rostro... y los tenues destellos dorados que ahora titilaban en sus pupilas.