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Chapter 11 - ¡Viva La Magia Del Drama!

Después del festival de la Vigilia de los Caídos, Isolde y yo regresamos a casa tras un extraño, pero curioso, encuentro con el "Tío Reginald".

Esa noche hablamos sobre todo lo que vimos en su taller. Entre las muchas cosas que llamaron nuestra atención, hubo una en particular: el enorme pájaro mecánico que estaba construyendo. Parecía un cuervo, aunque por su diseño y estructura, tenía más sentido que fuese un dispositivo de vigilancia aérea. Interesante. Demasiado interesante como para dejarlo pasar.

Por eso, al día siguiente, nos dirigimos nuevamente a su taller con una idea clara en mente: convencerlo de que nos acepte como sus aprendices. La tecnología steampunk podría ser una ventaja significativa, un recurso valioso para diferenciarnos de los demás. Y Reginald… bueno, él es la clave para ello.

—¿Volvieron?

La voz de Reginald sonó justo detrás de nosotros.

—¡Aah!

Gritamos al unísono. El susto fue tal que casi le suelto un golpe por reflejo, pero logré contenerme.

—Jajaja. ¿Los sorprendí? —dijo, sin un ápice de arrepentimiento—. Pero ¿qué hacen aquí?

¿Te ríes y ni siquiera te disculpas? Qué falta de respeto. Aunque, siendo honesto… no me molesta del todo.

Recuperamos la compostura. Dicen que para el susto hay que comer un bolillo, ¿no?

—Vinimos para aprender de ti.

—¿Qué?

—Vinimos para…

—Sí, te escuché.

—¿Entonces por qué me haces repetirlo?

Reginald dejó escapar un suspiro, el tipo de exhalación que se produce cuando la paciencia está a punto de extinguirse.

—No tengo tiempo para estar enseñándole a niños. Mejor regresen a casa.

Demasiado directo. Demasiado rápido.

—Oh, vamos. Las cosas que haces parecen interesantes. Déjanos aprender de ti, ¿sí? —Isolde intentó sonar persuasiva, lo que solo delataba su desesperación.

—No.

Sin más, Reginald se giró y comenzó a caminar hacia el interior del taller. Nosotros, en una muestra de persistencia que bordeaba la obstinación, le seguimos mientras repetíamos nuestra petición con la insistencia de un mosquito en una noche de verano. Era evidente que estábamos siendo molestos, pero eso no parecía disuadirnos. Reginald, en cambio, comenzaba a irritarse.

—¿Nos vas a enseñar? Por favor, queremos aprender sobre mecánica.

—Enséñanos, por favor.

—Basta. No puedo. Es demasiado complicado para niños. Cuando sean mayores.

Era una respuesta razonable. Lógica. Pero Isolde no era el tipo de persona que aceptaba un "no" como respuesta, y lo demostró de la manera más predecible posible. Sus ojos se llenaron de lágrimas falsas, su voz adquirió un tono tembloroso y, con la teatralidad de una actriz consumada, se dejó caer al suelo, revolcándose y golpeando el piso con los puños. Magia. Por supuesto. O, mejor dicho, Syrix.

—¡Enséñanos! ¡Quiero que nos enseñes! —su llanto resonó en el taller, como si realmente estuviera sufriendo un agravio imperdonable.

Aquí vamos otra vez…

Reginald dio un paso atrás, con la expresión de alguien que acababa de pisar un charco de agua fría con calcetines secos.

—¿Qué le pasa? —preguntó, evidentemente incómodo.

Era nuestra oportunidad. Sin dudarlo, recurrí al mismo truco. Una dosis de magia, unas lágrimas tan falsas como dramáticas y un sollozo perfectamente calculado.

—¡Por favor, enséñanos! ¡Waaah!

Reginald parpadeó, con el tipo de pánico que solo surge cuando un adulto se enfrenta a niños llorando sin una guía clara sobre cómo manejarlos. Lo teníamos.

—¿Qué se supone que haga? —se preguntó Reginald a sí mismo, visiblemente incómodo. Dos niños lloraban frente a él, exigiendo que les enseñara a construir máquinas con respuestas de vapor. Un espectáculo patético… pero eficaz.

Tenemos ocho años. A esta edad los berrinches siguen siendo una herramienta social viable. ¿Por qué no habrían de creerlo?

—¡Waaah! ¡Por favor, enséñanos! —siguió dramatizando Isolde.

Yo, sin dudarlo, me dejé caer al suelo. La ejecución lo es todo en estos casos. Tomé aire y reforcé la escena con un llanto aún más desesperado.

—¡Aaagh! ¡Bien, está bien! ¡Les voy a enseñar!

Por fin. Pensé que tendríamos que recurrir a medidas más drásticas.

—¿En serio? —Isolde pasó de estar desplomada en el suelo, sollozando, a pararse frente a Reginald con una sonrisa radiante. Un cambio tan brusco que cualquiera con dos neuronas funcionales debería haber sospechado.

—Sí, sí. Pero ya dejen el drama.

Me limpié las lágrimas falsas y me instalé cómodamente en un sillón del taller. Isolde, por su parte, tomó un martillo con una sonrisa que delataba sus intenciones.

—Jeje… ¡Bien! Entonces… ¿qué nos enseñarás primero?

Reginald frunció el ceño.

—¿Qué? ¿A qué te refieres?

—Dijiste que nos ibas a enseñar. ¿Por dónde empezamos?

—Mmm… ¿Les gusta leer?

Maldición. ¿De verdad vamos a tener que leer más? Ya estamos estudiando magia curativa y ahora tenemos que añadir mecánica a la lista. Me lleva la maldita mierda.

—Oh, sí. Supongo —respondió Isolde con menos entusiasmo.

Reginald, al parecer ajeno a nuestra decepción, caminó hasta un mueble, se agachó y sacó un libro. Lo dejó sobre la mesa con toda la solemnidad de quien cree que ha hecho una gran revelación.

"Construcción de Máquinas de Vapor". Un título eficiente en su falta de creatividad.

—¿Crees que vamos a leer todo esto? —pregunté con indiferencia. Un poco de realismo nunca está de más.

—Bueno, si quieren aprender sobre mecánica, entonces…

—Por supuesto que lo haremos.

Era una oportunidad que no planeaba desperdiciar. Steampunk, aquí vamos.

Así que nos pusimos a leer.

El libro estaba cargado de información, tanta que intentar digerirla de una vez era una tarea absurda. La caligrafía tenía ese aire meticuloso que delataba un esfuerzo sobrehumano. Detalles, explicaciones minuciosas… una dedicación casi enfermiza.

Esto iba a tomar más tiempo del que cualquiera querría admitir.

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