Isolde me golpeó en el estómago con un puño firme, sin darle tiempo a la duda antes de seguir con un gancho directo a mi quijada. Activé magia de viento en el último segundo, disipando parte de la fuerza del impacto y evitando un dolor innecesario. Funcionó.
Deslicé el cuerpo hacia la izquierda, salté y lancé un gancho ascendente con la pierna. Lo detuvo con la mano desnuda. Por supuesto que lo detuvo.
Sin perder tiempo, canalizó maná y me lanzó con una ráfaga de viento, enviándome de cabeza contra unos arbustos.
—¡Agh!
El impacto dolió, pero era parte del entrenamiento. Algunos lo llaman "resistencia al dolor". Suena sofisticado, pero en realidad es solo una excusa para golpearnos con toda nuestra fuerza hasta que el cuerpo se acostumbre. Si es efectivo o solo una forma creativa de autodestrucción, es un debate que no tengo interés en resolver.
—¡¿Lucy, estás bien?! ¿No te lastimaste? —Isolde corrió hacia mí, su voz cargada de preocupación.
—Sí, no te preocupes. Estoy bien. Creo que esto es suficiente por hoy —dije mientras me levantaba para ponerme a su lado.
—¡Sí! Estoy agotada. —Isolde me limpio el polvo del rostro, pasándome gentilmente su mano por mi mejilla.
No es una exageración decir que está agotada. Llevamos al menos 6 horas seguidas en esto. La diferencia con meses atrás es evidente; antes nos cansábamos tras unos minutos de correr. Ahora podemos mantener el ritmo. Exigente, pero necesario.
—¿Me acompañas a explorar? —pregunté, fijando la vista en un callejón angosto que llevaba hacia aquella estructura que desde hace tiempo despertaba mi curiosidad.
Era alta, pero las demás estructuras alrededor ocultaban gran parte de su silueta. Catedral o castillo, no estaba seguro. Solo sabía que necesitaba verla más de cerca.
—¿No crees que mamá se preocupará si llegamos tarde? —La voz de Isolde bajó, como si estuviéramos planeando un crimen.
Probablemente sí. Pero solo será un vistazo.
—Solo un vistazo rápido.
Ser curioso no es un delito, ¿cierto? Observar, analizar y luego volver a casa sin problemas. No había razón para que algo saliera mal. Y si nos regañaban, asumiría la responsabilidad. Fue mi idea, después de todo.
—¡Okey! ¡Vamos!
Tomé su mano y nos dirigimos al callejón. Nos detuvimos momentáneamente para dejar pasar una carreta y luego corrimos. Al entrar, la oscuridad se hizo más presente.
No me agrada la oscuridad. No lo admito en voz alta, pero es un hecho. Pasar meses encerrado en un armario con poca comida y sin compañía deja su marca. No es exactamente el tipo de experiencia que uno recuerda con cariño.
Pero mis actuales padres… ellos son diferentes. Cuando rompo algo por accidente, en lugar de golpearme como lo hacían los anteriores, simplemente me hablan con calma, me dicen que no importa, pero que tenga más cuidado la próxima vez. Es extraño. Agradable, pero inquietante, como si una parte de mí se negara a aceptar que esta clase de cariño puede ser real.
El sonido del aliento de Isolde me sacó de mis pensamientos.
—¿Sucede algo? —Me giré hacia ella, notando su expresión tensa.
—No, es solo que esto da un poco de nervios… —respondió, apretando mi mano con más fuerza.
Ah. Así que ella también le teme a la oscuridad.
La abracé con suavidad.
—Perdón. Mejor regresemos a casa.
No quiero que pase por esto. No quiero que sienta lo que yo sentí.
—No… está bien, vayamos a donde quieres.
—Pero…
—Vamos, Lucy, no quiero que te quedes con las ganas de seguir explorando.
Dudé. Una parte de mí insistía en que lo mejor era retroceder, que no valía la pena obligarla a atravesar este lugar oscuro solo por mi curiosidad. Pero su insistencia no era superficial. Quería que siguiéramos adelante.
Y, en el fondo, yo también.
Al final cruzamos el callejón con éxito, aunque el miedo nos siguió como una sombra persistente. Isolde no soltó mi mano ni un instante, apretándola con una fuerza que parecía destinada a asegurarse de que no desapareciera en la oscuridad. No me quejé. Lo entendía. El dolor era un precio menor por su tranquilidad.
Y, bueno, después de atravesar aquel pasaje angosto y opresivo, la estructura que tanto me intrigaba finalmente se alzó ante nosotros. Enorme. Colosal. Un monolito de piedra oscura cuya mera presencia parecía alterar la atmósfera. Sus torres gemelas se elevaban con una solemnidad inquebrantable, atravesando el cielo nublado como si desafiaran a los propios dioses. Cada arbotante y cada gárgola estaban esculpidos con una precisión imposible, como si los constructores hubieran estado más cerca de lo divino que de lo humano.
Las puertas de madera, labradas con relieves intrincados, permanecían cerradas, como si se burlaran de cualquier intento de atravesarlas. Sobre ellas, un rosetón de vidrio teñía la escasa luz solar con matices rojizos y azulados, proyectando sombras etéreas sobre la piedra ennegrecida. El viento murmuraba entre las agujas y pináculos, un susurro lejano, una advertencia velada.
Observé la catedral en silencio. Imponente. Inmutable. Como si hubiera estado aquí antes de que los primeros hombres caminaran sobre la tierra y fuera a seguir aquí mucho después de que todo lo demás desapareciera.
—¡Es enorme! —exclamó Isolde, alzando la cabeza hasta donde su vista se lo permitía.
Habría sido más preciso decir que "enorme" se quedaba corto. Las torres gemelas debían medir unos 148 metros, quizás más. La nave central alcanzaba fácilmente los 58 metros, y la extensión del terreno no bajaba de 86 metros. No era solo su tamaño lo que imponía, sino la sensación de que algo la habitaba. Algo antiguo. Algo que observaba desde los vitrales y se ocultaba en las sombras de las columnas. Desde las ventanas superiores, pude distinguir lo que parecía ser algo colgando del techo, pero la distancia me impedía confirmarlo.
—Sí, ciertamente lo es —respondí, sin apartar la mirada—. ¿Crees que sea prudente entrar?
Isolde vaciló.
—Mamá nos regañará seguro si tardamos más.
No podía discutir eso. Giré la cabeza hacia la calle y busqué el reloj gigante a lo lejos. Su estructura me recordó al Big Ben, aunque más alto, más vasto… más acorde con la escala de todo en este lugar.
—Sí… ya es de noche. Deberíamos regresar y volver mañana. ¿Te parece bien?
—¡Sí! —respondió con su entusiasmo habitual.
La miré de reojo. ¿Era lo que la gente llamaba carisma? ¿O simplemente la inocencia de una niña que aún no conocía lo suficiente del mundo? Esperaba que no cambiara. Su alegría era ruidosa, pero reconfortante.
Tomé su mano.
—Bien, volvamos a casa.
No se resistió, pero cuando nos dirigimos de nuevo hacia la oscuridad, su agarre se volvió más firme. No me detuve. Yo también tenía miedo, pero retroceder no era una opción.
—No tengas miedo, Issy. Estoy contigo.
Me miró y forzó una sonrisa asustada, pero siguió caminando. Era suficiente.
El callejón se extendía ante nosotros, más largo de lo que recordaba. Aunque, pensándolo bien, tal vez solo era mi percepción distorsionada por el tamaño de mi cuerpo. Un niño nunca podría igualar la velocidad de un adulto. Para nosotros, cada trayecto parecía el doble de largo.
Estábamos a punto de salir cuando…
—¡Agh!
Algo duro impactó contra mi frente, haciéndome caer al suelo y arrancándome un quejido involuntario. Mi mano se soltó de la de Isolde.
—¡Lucy! ¡¿Estás bien?! —su voz reflejaba alarma mientras se agachaba para ayudarme.
Parpadeé, llevándome la mano a la frente.
—Sí, estoy bien. ¿Con qué…?
Mi voz se apagó cuando sentí algo frente a mí.
—¡Ouch! ¡Eso duele!
Era una voz. Una voz infantil que se quejaba con indignación.
Levanté la mirada.
Y la vi por primera vez.
—¡Oye, tú! ¡Ten más cuidado al caminar! ¡Pudiste haberme roto la frente!
La voz que protestaba delante de mí pertenecía a una niña de cabellos y ojos rosados, una combinación inusual que contrastaba con la agresividad de su mirada… aunque había algo más en ella, algo tranquilo. Hermosa, admití en silencio, aunque no era momento para evaluar ese tipo de cosas.
No respondí de inmediato. Vamos, no podía culparme por chocar con alguien en medio de la oscuridad. Si tenía que atribuir responsabilidades, bien podría decir que la culpa era suya por aparecer de la nada. Pero no tenía intención de iniciar una disputa.
—¡Oye, esto es tu culpa! ¡Si no hubieras salido de la nada, mi hermano no se habría chocado contigo! —gritó Isolde antes de que pudiera mediar. Bueno, adiós a la solución pacífica.
—¡¿Disculpa?! ¡Si ustedes no hubieran pasado por aquí, yo no me habría golpeado la frente!
—Issy… —Intenté detener a mi hermana, pero su determinación era impenetrable.
—¡¿Qué?! Es tu culpa. Si hubieras traído una lámpara de aceite, nos habrías visto.
Dio un paso adelante, señalando con el dedo, con ese gesto provocador que usaba cuando no estaba dispuesta a perder. Sin embargo…
—¿Y por qué ustedes no traían una lámpara de aceite?
…
Silencio.
Vamos, Issy, ¿vas a perder así de fácil?
Me incorporé del suelo y le tendí la mano a la chica para ayudarla a levantarse.
—Lo siento, no te vi.
Hice una ligera reverencia, solo por cortesía.
—¡Hmph!
Giró la cabeza con desdén. ¿En serio? Ya me disculpé. ¿Qué más quería?
—Haaa… Bueno, qué más da. Yo también debería disculparme. Debo aceptar que, en parte, fue culpa mía.
Oh. Eso era inesperado. ¿No iba a seguir con una actitud obstinada hasta que yo cediera? Por un momento, pensé que sería el típico arquetipo de niña problemática que se niega a admitir errores, pero resultó ser diferente. O al menos lo parecía. Tal vez la primera impresión había sido engañosa.
—¿Cómo puedo recompensarte por mi descortesía?
—¿Qué? No, no te preocupes por eso. Fue mi culpa.
—Vamos, no me dejes así. Me voy a sentir mal si no aceptas al menos algo material como disculpa.
¿En serio? ¿Por qué insistía tanto? No es que me desagradara recibir regalos, pero aceptar algo de un desconocido en estas circunstancias no me parecía lo más sensato.
—No hace falta, de verdad. Y, perdón, pero tenemos que irnos.
Tomé la mano de Isolde, que parecía estar buscando alguna réplica para su derrota anterior. No le gustaba perder en discusiones. Conmigo, cuando le ganaba en algo trivial, se vengaba molestándome por la noche, subiéndose encima de mí o arrojándome pequeñas bolas de agua. Un hábito preocupante.
—¿Qué? ¡Espera! ¡¿Por qué no quieres que te recompense con algo?!
Sigue insistiendo. ¿Cuántas veces tendría que repetírselo?
—Lucy, ¿por qué no aceptas lo que te va a dar esa niña "fea"?
Lo último lo dijo con evidente provocación. Bien, ahora la otra se veía realmente molesta.
—¡Oye! ¡Guuuh…! ¡Huum! ¡Olvídenlo! ¡Trataba de ser amable, pero ahora estoy enojada!
Oh, cambios de humor drásticos. Perfecto. Retiro lo que pensé antes. Sí, es exactamente el tipo de persona que esperaba.
—Vámonos, Issy. Madre nos regañará si tardamos más.
Sin más preámbulos, comencé a correr, arrastrando a Isolde conmigo. Solo giré la cabeza una vez más para ver a la chica. No nos estaba mirando. En su lugar, se dio la vuelta y se marchó.
Un encuentro extraño. Pero había algo en ella… una sensación de familiaridad difícil de explicar. ¿La conocía de algún lado? Su aspecto no era precisamente común. Tal vez era hija de algún noble influyente, aunque preferí no sacar conclusiones precipitadas.
—¿Por qué no aceptaste lo que esa chica quería darte? —preguntó Isolde, corriendo justo detrás de mí mientras esquivábamos a las pocas personas que aún quedaban en la calle.
Me detuve.
Sería mejor explicárselo ahora. Aunque, claro, con un poco de mentira para hacerlo más creíble. Esto nunca me lo habían enseñado, pero era un conocimiento básico de mi vida pasada.
—Padre dijo una vez que, si un desconocido te ofrece algo, nunca lo aceptes, por más que insista. Podría ser comida envenenada… o un intento de esclavizarte.
—Ya veo… Bueno, si lo dijo padre, entonces hiciste bien, Lucy.
—Sí, sí. Mejor sigamos antes de que madre nos regañe por llegar tarde.
Reanudamos la carrera. El día de exploración había terminado. Tal vez mañana seguiría recorriendo más lugares, con un poco más de rapidez y menos imprevistos.