Los gritos de guerra y los choques de metal resonaban en el aire helado. La nieve caía en espirales caóticas, teñida de rojo por la sangre de los caídos. La brutalidad del enfrentamiento entre las fuerzas de Azran y el Imperio de Iskers no daba tregua, y la temperatura descendía con cada segundo que pasaba. Los soldados de ambos bandos luchaban con furia, conscientes de que la supervivencia dependía de cada golpe.
Kael von Iskers, montado en su corcel negro, observaba el caos con una expresión implacable, como si todo fuera parte de un cálculo meticuloso. El sonido de los gritos y el choque de metales no alteraba su concentración. Mientras sus tropas luchaban, él se mantenía en el centro del campo, confiado en que la victoria estaba al alcance de su mano.
—Asegúrense de romper la línea defensiva —ordenó con frialdad a sus comandantes—. Una vez que caigan, la capital será nuestra.
La orden fue transmitida, y las fuerzas del Imperio redoblaron su esfuerzo. A pesar de las bajas iniciales, su ejército aún tenía la ventaja en número y estrategia.
Sin embargo, algo inesperado ocurrió.
En el centro del campo de batalla, la nieve comenzó a arremolinarse, como si la misma naturaleza temiera lo que estaba por ocurrir. La temperatura cayó abruptamente, y un viento gélido comenzó a azotar la batalla. El caos de los soldados de Iskers se volvió aún más frenético cuando una figura emergió del ojo de la tormenta. Su capa blanca ondeaba como un espectro de la muerte, y sus ojos, helados y brillantes, reflejaban el poder que poseía, como si el invierno mismo hubiera cobrado forma humana.
Yukari.
—¿Quién demonios es esa mujer…? —preguntó un comandante imperial, sintiendo un escalofrío recorrerle su cuerpo.
Kael sintió un mal presentimiento. Los pelos de su nuca se erizaron al percatarse de la energía palpable que emanaba de ella. Su instinto le decía que esta batalla acababa de dar un giro fatal.
—Prepárense. Ella es la Bruja de Hielo —respondió Kael, con la voz grave, como si la sola mención de su nombre pudiera convocar un destino aún peor.
Pero antes de que pudiera dar más órdenes, Yukari alzó su mano.
El suelo bajo los soldados de Iskers crujió. En un parpadeo, enormes estalactitas de hielo surgieron del suelo, atravesando la primera línea de ataque como lanzas gigantes. Los hombres de Iskers cayeron uno tras otro, sin oportunidad de reaccionar ante la velocidad y precisión de su poder.
El aire alrededor se heló, haciendo que cada respiración fuera dolorosa. La carne de los soldados se crispó al contacto con el hielo, como si la propia muerte estuviera tocándolos. Yukari se movió con fluidez, desenvainando su espada de hielo con una gracia letal. Un destello azul cortó el aire, y con él, el viento se tornó afilado como cuchillas invisibles.
Los soldados de Iskers cayeron al suelo, incapaces de reaccionar ante su abrumador poder.
Desde las murallas, Airi observaba la escena con asombro. Nunca había visto una magia tan poderosa y devastadora. La sensación de frío era tan intensa que la niebla se condensaba en su respiración.
—Es como si… ella misma fuera el invierno —susurró, temblando ligeramente.
Kael von Iskers apretó los dientes al ver el caos desatado por Yukari.
—Retírense —ordenó con voz firme.
Los generales lo miraron con sorpresa.
—¿Retirarnos? ¡Pero aún tenemos ventaja en número! —protestó uno de ellos.
Kael observó la escena, su rostro impasible. A pesar de las bajas y el caos, no permitió que la desesperación lo tomara por sorpresa. Calculó rápidamente las probabilidades. Si continuaba allí, la batalla estaría perdida. No importaba cuán grande fuera su ejército; enfrentarse a una fuerza tan destructiva no era sensato. Apretó los dientes y dio la orden con frialdad:
—¡Retírense! Reagruparemos nuestras fuerzas y atacaremos nuevamente con mayor precisión.
Con un gesto decidido, Kael dirigió la retirada del ejército imperial. Los soldados de Azran dejaron escapar un grito de victoria al ver a sus enemigos retroceder, pero nadie bajó la guardia. El silencio tenso que siguió no era celebración… era preparación.
Desde el centro del campo, Yukari envainó su espada con calma. Sus ojos seguían fijos en la silueta lejana de Kael, aún visible entre la ventisca. Sabía que aquello no había sido una victoria definitiva. Solo un respiro.
El verdadero conflicto… apenas estaba por comenzar.