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Chapter 20 - 「竜が目覚める場所La llegada del Dios Dragón

A la mañana siguiente, los primeros rayos del sol se filtraban suavemente por las cortinas de seda que cubrían la ventana. La habitación aún conservaba el silencio propio del amanecer, interrumpido solo por los pasos apresurados de Amira, que se acercaba a la cama con evidente urgencia.

—¡Yukari, despierta! —dijo, sacudiéndola con suavidad pero insistencia—. ¡Despierta rápido! ¡Ryujin ha llegado!

Desde entre las sábanas, una figura somnolienta se removió. Yukari bostezó, frotándose los ojos con gesto adormilado.

—¿Eh...? Ya estoy despierta... ¿Quién llegó?

—¡Ryujin! —repitió Amira, con los ojos muy abiertos—. Puedo sentir su presencia en el palacio.

Yukari se incorporó con lentitud, aún algo aturdida.

—¿Y eso es bueno... o malo?

—No lo sé con certeza... Pero creo que se va a molestar conmigo —respondió Amira, bajando la mirada.

—¿Molestarse...? ¿Por qué?

—Porque no te he dado la piedra espiritual —susurró casi como una confesión.

—Vaya, es verdad... —murmuró Yukari, llevándose una mano al rostro—. Se me había olvidado. Pero ahora que lo dices... ¿por qué no me la diste?

Con un leve puchero, Amira desvió la mirada y cruzó los brazos.

—Porque... la perdí.

—¿Qué?

—¡Iba a pedirte ayuda para buscarla hoy! —añadió apresurada—. Pero justo ahora Ryujin ya está aquí, y seguramente me va a regañar...

—En serio eres increíble —resopló Yukari—. Aunque, bueno... tal vez un pequeño regaño no te haría mal.

—¡Oye! ¡Qué cruel eres! —se quejó inflando las mejillas—. ¡La tenía en mi bolsillo! Pero... mientras jugaba con los conejitos en el jardín, se me cayó...

—¿Y ya buscaste entre los conejos?

—Pensaba hacerlo hoy... contigo —respondió, ahora con una sonrisa traviesa—. Además, quiero que veas lo adorables que son. ¡Te van a gustar!

Una risa leve escapó de Yukari.

—Supongo que no tengo muchas opciones. Vamos antes de que el mismísimo Dios Dragón venga a buscarnos.

El jardín del palacio celestial se extendía más allá de lo imaginable, como un océano suspendido entre el cielo y la tierra. No era un simple jardín, sino un santuario vivo: un reflejo del alma del mundo espiritual.

Los árboles, altos como torres, mecían sus copas doradas con una elegancia que parecía coreografiada por los dioses. Las hojas brillaban con luz propia y, al caer, no tocaban el suelo: se desvanecían en el aire dejando un rastro de motas luminosas.

Los senderos estaban hechos de piedra lunar, con vetas que latían suavemente bajo cada paso, como si reconocieran al visitante. A sus lados, riachuelos cristalinos serpenteaban entonando melodías suaves, reflejando constelaciones en movimiento, ajenas a cualquier cielo conocido.

Flores imposibles florecían entre la hierba esmeralda, y su aroma era tan sutil como embriagador. Algunas se abrían solo ante la presencia de almas puras, mientras otras se cerraban tímidamente al ser observadas.

En el corazón del jardín se alzaba un árbol ancestral. Su tronco tenía la textura de una piedra pulida por siglos, y sus raíces flotaban apenas sobre el suelo, como si no pertenecieran del todo a este mundo. Aquel era el lugar de descanso de Ryujin, el Dios Dragón, rodeado de criaturas celestiales: ciervos con astas de cristal, aves de plumaje opalescente y pequeños dragones de luz.

Aquel lugar respiraba una calma profunda, pero también una tensión invisible... como si el equilibrio que lo sostenía estuviera por romperse.

Y mientras ambas atravesaban los senderos, el aire se volvió más denso. No pesaba, pero imponía. El murmullo del agua cesó, las flores inclinaron sus tallos, y el mundo pareció detenerse.

Ryujin apareció.

No descendió ni emergió. Simplemente estaba allí, bajo el árbol sagrado, como si el tiempo mismo lo hubiese invocado.

Su figura era majestuosa, envuelta en vestiduras de niebla entretejida con escamas de dragón. No tenía una edad definida. Su rostro, de rasgos serenos y ojos profundos, reflejaba océanos y cielos. El cabello, que fluctuaba entre blanco plateado y azul oscuro, caía como un río sobre sus hombros.

Amira se detuvo y bajó la mirada con una mezcla de respeto y nerviosismo.

—R-Ryujin... lo siento. Iba a darte la bienvenida en la entrada, pero...

El dios no respondió de inmediato. Caminó unos pasos hacia ellas, sin emitir sonido alguno, como si el mundo se adaptara a su presencia. Sus ojos se posaron en Yukari. No con juicio, sino con una mirada que parecía ya conocerla.

—Así que tú eres la invitada inesperada —su voz no era hablada, sino sentida, como un eco en el alma—. La que despertó la memoria del palacio.

Aunque sus palabras le estremecieron algo muy profundo, Yukari sostuvo su mirada.

—No esperaba causar tanto alboroto —respondió con calma.

Ryujin asintió levemente.

—Lo inesperado no siempre es malo —dijo—. A veces, es simplemente necesario.

Amira, visiblemente incómoda, alzó la voz.

—Siento mucho lo de la piedra espiritual... la perdí mientras jugaba, pero ya vamos a buscarla. ¡Lo juro!

El dios la miró, y esbozó una mueca sutil. No había enfado, solo paciencia. Tal vez incluso afecto.

—Las piedras van donde deben estar. Si se ha perdido... es porque desea ser encontrada. Por alguien, o por algo.

Y sin añadir nada más, Ryujin giró y se internó en la sombra del gran árbol. Su figura se desdibujó lentamente, como niebla al amanecer.

Yukari lo observó en silencio. Había algo en él que despertaba una memoria lejana. No miedo. No asombro. Sino la sensación de que, quizás, aquel dios... ya sabía quién era ella realmente.

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